En 1819, el franciscano Fray Francisco G. Rodríguez relató cómo fue que nació esta tradición religiosa. Resulta que una mujer indígena que trabajaba como lavandera en el río Guadalajara de Buga, guardaba una parte de lo que ganaba para reunir 70 reales y así poder comparar una figura del Santo Cristo.
Cuando finalmente logró ahorrar lo que necesitaba y fue a pedirle al cura que le ayudará a conseguir el Cristo, se cruzó con un padre que lloraba desconsolado porque lo meterían a la cárcel si no pagaba los 70 reales que debía. La mujer no pudo evitar conmoverse con el hombre y le entregó su dinero.
Al ver que el crucifijo no paraba de crecer y ya medía alrededor de un metro, decidió contarle al sacerdote de Buga, quien quedó impactado al verlo y no dudó en que se trataba de un milagro, pues en esa época era muy difícil conseguir una figura de semejante tamaño y menos lo podría haber hecho mujer, que carecía de recursos.
La noticia de aquel milagro empezó a difundirse entre los habitantes y poco a poco el Cristo comenzó a deformarse, pues muchos le quitaban pedazos para guardarlos como una reliquia, hasta que mandaron quemar la figura. Sin embargo, lo que no se esperaban era que empezaría a sudar y saldría del fuego aún más hermosa de lo que ya era.
Desde entonces no quedó duda para los feligreses de que se trataba de un verdadero milagro y la veneraron con mucha más devoción. El rancho de la anciana que descubrió el crucifijo se transformó en la basílica menor del Señor de los Milagros, donde cada año llegan los creyentes a celebrar la tradición.