Sharon tiene 59 años, vive en una remota zona rural del estado de Missouri, en Estados Unidos, y ha empezado a usar aceite de cannabis. Lo hace de madrugada, a eso de las seis de la mañana, justo antes de ir al trabajo. “Me echo una gota en la lengua en cada toma”, cuenta.
En su típica cocina americana, con su nevera de dos puertas, zumo de naranja a galones, una encimera rebosante de comida y alguna revista, llena un termo para el viaje y se mete en el coche, después de sus tres perros y su hija Kayla, de 27 años. Conduce durante algo más de una hora a lo largo de las llanuras de Medio Oeste del país, sin dar muestras de que el aceite haya producido un solo efecto psicoactivo. Sin novedad, solo campos interminables de maíz y música countryen la radio.
Sharon y Kayla son madre e hija. Trabajan juntas, viven juntas, compran juntas y le dan juntas al cannabis. Ni vulneran la ley ni lo hacen con fines recreativos. Kayla descubrió a su madre que la planta podría ayudarle a sobrellevar la enfermedad de Crohn que sufre desde hace dos décadas.
Es una dolencia intestinal inflamatoria incurable que ya le ha costado tres cirugías y que le obliga a tomar medicación de por vida. “El aceite de cannabidiol me está ayudando a reducir las náuseas que me provoca la medicación,aunque no por completo”, explica Sharon. Kayla, quien también sufre una enfermedad intestinal, afirma que también lo toma, aunque solo por la noche: “Me ayuda con el insomnio y el dolor”, asegura.
El ingrediente clave del aceite que ha cautivado a las mujeres es el cannabidiol (CBD), un compuesto de la familia de los cannabinoides. Ni siquiera se habría planteado considerar la hierba de la risa como una solución a sus problemas médicos hace un año, pero ahora tiene un idilio con ella.
Y no es la única. Algo está cambiando en un país cada vez más verde, la marihuana ha abandonado las barriadas y las residencias universitarias, y se ha mudado a los hogares de más de medio país.